lunes, 3 de diciembre de 2018

La miseria del éxito: a 50 años del estreno de "El bandido de la luz roja" (1968)



El pasado 2 de diciembre se cumplieron cincuenta años del estreno de El bandido de la luz roja (en portugués, O bandido da luz vermelha), primer largometraje dirigido por Rogério Sganzerla (1946-2004), quien contaba con apenas veintidós años de edad. En la obra se conjugan estéticamente las influencias de la nouvelle vague francesa y el cine de Orson Welles. El siguiente es un ensayo acerca de las cuestiones que rodean al film, el cual trata la historia de Jorge, un delincuente que conmociona a la sociedad brasileña por la cantidad de robos y homicidios que ha cometido.


¿Qué importa después de todo, que el orden sea un poco brutal
o un poco ciego, si nos permite vivir fácilmente? Al final,
también nosotros nos encontramos libres de un prejuicio que
nos costaba caro, demasiado caro, que nos costaba demasiados
escrúpulos, demasiadas rebeliones, demasiados combates y
demasiada soledad.
ROLAND BARTHES - Mitologías

Es increíble el carácter doble que tienen las cosas en nuestra sociedad. Existen muchos reflejos de esto en el cine y en la literatura, pero yo prefiero remitirme a un solo ejemplo concreto: el film El bandido de la luz roja (1968), dirigido por Rogério Sganzerla, piedra fundamental del Cinema Marginal, respuesta a ese otro movimiento cinematográfico conocido como Cinema Novo (vale decir que el primero tomaba cosas del segundo), dentro de las fronteras del Brasil, ambas corrientes surgidas a finales de los sesenta.

La película de Sganzerla tiene como protagonista a Jorge, un hombre que se dedica a realizar robos en casas de la burguesía brasileña. Al desconocerse su verdadera identidad, públicamente se le conoce como “El bandido de la luz roja”, porque lleva consigo una linterna que emite una luz de ese color (asociado a las fuerzas demoníacas) cuando realiza sus atracos. Su método de ataque resulta muy particular: mantiene largos diálogos con sus víctimas, las posee, protagoniza fugas espectaculares y luego gasta el dinero mal habido de manera extravagante.

El bandido debe mantener su identidad en secreto, y por eso tiene una vida al margen de su marginalidad (valga la redundancia) en la que finge ser un vendedor común y corriente, y también mantiene relaciones con varias mujeres, sobre todo con una prostituta llamada Janet Jane. Uno puede ver desde el principio que el bandido no es más que un hombre solitario, completamente desintegrado de una sociedad que no comprende. La única manera de sortear momentáneamente la crisis existencial en que está sumido es a través de sus actos delictivos, que parecen ser lo único que le insufla algo de vida.


Esta absoluta soledad se ve aumentada en el contexto de una ciudad que es una gran metrópolis, la Boca do Lixo (en portugués, “lixo” significa basura) del estado de São Paulo, una especie de “zona roja” donde confluyen todos los despojos sociales, un auténtico vertedero en el que se amontonan los elementos irracionales y nocivos del sistema. El bandido es uno más de ellos.

Otra particularidad del film es la manera en que está narrado: por momentos aparece la voz del bandido, pero mayormente aparecen las voces de dos locutores de radio sensacionalistas que llevan a cabo la tarea de taladrarle la cabeza al espectador. Además de los sucesivos hechos delictivos que lleva a cabo el bandido, se suceden constantemente imágenes de una ciudad sucia, atestada de seres miserables, donde pasan las luces de las marquesinas anunciando noticias diversas sobre la economía, la política o completamente inútiles del tipo “Se ha muerto una mujer de setenta años en Los Ángeles”, lo cual contribuye a inflamar los sentidos del espectador y funciona como muestra de las distracciones que crea permanentemente el capitalismo.

La mayor virtud de Sganzerla es que no juzga al protagonista, sino que deja al espectador esa tarea. Antes bien, nos muestra cuál es la contraparte que debe enfrentar. Si el bandido representa el caos y el desorden, los representantes del orden no parecen ser mucho mejores: ellos son el empresario y político corrupto llamado J. B. Da Silva (sus iniciales se deben a su prodigiosa ingesta de whisky) y el completamente ineficiente Inspector Cabezón. El orden, en estos términos, se encarga de juzgar, pero no de juzgarse a sí mismo, algo que sí nos muestra en el bandido y sus monólogos, que se juzga a sí mismo de manera brutal, llegando a cometer varios intentos de suicidio.

Tanto el bandido como sus adversarios poseen un carácter dual, contradictorio; instan al espectador a pensar si acaso los buenos son tan buenos y los malos no sean tan malos. La mirada que nos acerca Sganzerla parece decirnos que los segundos provienen de los fallos y faltas de los primeros. El bandido, entonces, aparece como un fallo, un error de cálculo, una máquina defectuosa dentro del complejo entramado de la sociedad capitalista. En esto radica la extrema sensación de soledad y alienación que puebla el film.

Hay una escena particularmente siniestra que merece ser mencionada: en un momento de distensión, aparece el mencionado J.B en un escenario donde una banda toca el famoso bolero Sabor a mí y les coloca dinero en sus sacos a modo de propina. La letra de ese bolero parece idónea porque entre otras cosas dice: “no pretendo ser tu dueño/ no soy nada, ya no tengo vanidad/ de mi vida doy lo bueno/ soy tan pobre, ¿qué otra cosa puedo dar?”. El momento resulta oscuro no sólo por la escenificación o por la música, sino por la propina que el empresario da a los músicos. Pareciera colarse una imagen del arte como un medio cooptado por el capital, como si acaso ya no quedase más esperanza de rebelión consciente ni siquiera en el arte.


Otro tema que adquiere vital importancia en la película de Sganzerla es la oposición entre éxito y fracaso. El éxito vendría a estar personificado por el corrupto J.B, mientras que el fracaso es personificado por Jorge, el bandido. Ambos son, en este estado de las cosas, las dos caras de la misma moneda. A su manera, los dos son ególatras y buscan la trascendencia. El primero a través del poder y la popularidad que ha sabido granjearse, el segundo a través de sus actos delictivos que conmocionan a la opinión pública. Pero existe una diferencia que es fundamental entre ambos, y es que J.B tiene plena consciencia de los medios que utiliza, en este sentido deja una frase que define por completo su pensamiento: “un país sin miseria, es un país sin folklore”. Su base social, entonces, resultan ser los miserables de la sociedad, y la desigualdad que genera conflictos es, en su discurso, el verdadero motor de la cultura. Como si el hambre y la miseria vinieran a sacudir a la sociedad del tedio de una vida demasiado fácil. Ese éxito de los poderosos como J.B tiene como cimiento la desgracia de muchos.

La miseria económica y espiritual del pueblo, que tiene su máxima representación en el vertedero social que es Boca do Lixo, es lo que atraviesa al bandido. Al principio del film, mientras se muestran imágenes de niños jugando con armas en una favela, él comienza su monólogo diciendo "Quién soy yo", y abre el problema de la identidad y trascendencia personal que asola la obra, para luego concluir: “yo sé que fracasé”. Lo que se podría ver meramente como un fracaso individual, es un reflejo de lo colectivo que destruye al individuo y lo atomiza, lo deja librado a su suerte en esa especie de “destrucción creativa” que es el capitalismo, porque si hay una sensación de la cual da cuenta el filme de Sganzerla es la del desamparo total frente a una maquinaria que se renueva constantemente aun cuando parece generar las bases de su propia destrucción cuando el único que se destruye es el individuo en su desventura.

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