jueves, 18 de octubre de 2018

Guido M. Delía - "Cumbia y religión" (2017)



Lejos de la poesía del yo y del realismo sucio, en su primer libro de poemas titulado Cumbia y religión, Guido M. Delía (Buenos Aires, 1988) nos regala una obra en la que la comparación con Carver es recurrente; pero el autor crea un universo propio donde el silencio se impone para dar lugar a lo epifánico, a todo aquello para lo que no se encuentran palabras.

El grupo indie vasco Le Mans tenía un tema en su primer disco que se llamaba Jersey inglés. En aquella canción, Teresa Iturrioz cantaba: "No sé si soy feliz porque hace frío/ o por saber lo que voy a oír./ Bailar en la cocina de mi casa/ puede ser una razón.". La canción suena demasiado sencilla, simple, y sin embargo detrás de la cotidianeidad que describe, parece encerrar algo además de esa felicidad transitoria que describe. Algo muy parecido sucede con el primer libro de poemas de Guido M. Delía titulado Cumbia y religión, publicado en 2017 por la editorial Caleta Olivia, En sus composiciones, comparables al estilo del estadounidense Raymond Carver, Delía nos muestra un mundo de una cotidianeidad irremediable, de un paso del tiempo apenas atenuado por instantes de reflexión. Su estilo se basa en una sucesión de imágenes, pero también en un deslizamiento a través de las palabras y el espacio-tiempo que éstas habitan.
                    
          Ya desde ¿Cuánta gente tiene miedo?-poema que inaugura el libro- Delía nos adentra en un mundo donde lo que prima es una sensación de espera. De esperar lo que no se tiene, lo que se anhela, pero también lo que no se puede decir. Mientras tanto, el tiempo corre inexorablemente, pero tampoco hay indicios, en esa espera, de que algo efectivamente pueda cambiar: "Siempre en un círculo al que no puedo romper./ Siempre jugando a la vida que no mata./ Siempre con el llanto de la distancia/ que calma un tiempo ausente. Siempre con miedo." En Nada tiene sentido, la sensación de espera y de circularidad inquebrantable se intensifica, y el yo de la enunciación se ubica en un lugar de espectador en el que nada le pertenece y todo se le escapa de las manos: "Todo tiene que servir. Nada está preparado para que no tenga relación./ Todo está bien o mal pero nada incorporado a algo./ ¿Es eso vivir entonces? ¿Que nada sea parte de algo? ¿O que nada sea mío?".
        
          El aburrimiento, el tedio y la monotonía se hacen presentes en Tele todo el día, un poema que da cuenta de la vaciedad y sirve como un lamento del tiempo perdido, verdadera causa de una soledad que se retroalimenta: "Miraba tele todos los días./ Esa fue mi rutina varios años./ Con la cabeza para abajo, y las piernas/ tocando casi el techo./ Veía la imagen/ dado vuelta. Porque ya aburrido/ No podía aguantar la soledad." En Ya sé, se deja entrever que este período de espera también otorga sus lecciones: "Ya sé esperar lo que no llega./ Ya sé que los hombres de vello son mansos./ Ya sé que el filo no es tan filoso./ Y la mano extendida no es tan preciosa." Pero la honda melancolía vuelve a reflotar en La tranquilidad de casa ("La tranquilidad de casa/ habita su sitio de privilegio/ como un hogar que suspira recuerdos/ en la nube colorida del dolor").
         
          En La muerte, las conversaciones con un amigo pueden ser el disparador para reflexionar acerca de lo efímero de la vida: "De a poco voy sintiendo que la muerte será/ es (o no) un silencio deformado en situaciones/ que alguna vez viviré." Este silencio parece ser el principal obstáculo de un sujeto inmerso en la monotonía, consciente de lo huidizo que es el presente. Una manera de lidiar con este presente, tal vez sea asumir esos silencios, del mismo modo que se asumen los errores, tal parece ser la única manera de aprender en Cometo errores: "Es sabido que cometo errores, como todos./ Y que guardo silencio, mientras almuerzo./ Yo callo por eso. Me queda perfecto".
            
           A través de toda la obra, se suceden las diversas formas en que el sujeto trata de atenuar el peso de la existencia: salir a tomar cerveza con amigos, escuchar cumbia, ver televisión, comer en un restaurante o ir a la cancha. Todas son formas de distraerse del vacío, y sin embargo después de todas esas experiencias lo único que queda son las imágenes y algo oculto, inexpresable, que sólo asoma en instantes epifánicos, pero que no se muestra del todo. Lo que parece decir Delía en sus páginas es que tal vez la vida sea eso: buscar constantemente algo que sólo se nos puede revelar parcialmente, y una forma de búsqueda ha de ser la poesía: "Quiero ser poeta sin dinero. Para que me digan/ cosas de alguien desconocido. Y hablarles/ a ellos para calmar mi alma rejuvenecida/ por la lírica de la constelación del día/ que hace los sueños verdaderos" afirma en el poema que cierra el libro.
         
           La poesía se muestra como destino y como manera de hacer frente a una realidad inaprensible, como un modo de no sucumbir ante lo irremediable. En este sentido, el título del libro plantea una interesante dualidad: por un lado, la cumbia, que parece un ritmo siempre igual pero que aparece de formas distintas; por otro, la religión, pero no en el sentido de ninguna institución, sino más bien de algo espiritual. En medio del ritmo ajetreado que plantea la vida, es preciso escuchar sus silencios para saber apreciarla y, al mismo tiempo, es preciso aquietar el espíritu para después transformarlo. Sin silencio no hay música, y sin quietud no hay movimiento. Tales son los principales temas que plantea este buen -y recomendable- debut literario.

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