Lejos
de la poesía del yo y del realismo sucio, en su primer libro de poemas titulado
Cumbia y
religión, Guido M. Delía (Buenos Aires,
1988) nos regala una obra en la que la comparación con Carver es recurrente;
pero el autor crea un universo propio donde el silencio se impone para dar
lugar a lo epifánico, a todo aquello para lo que no se encuentran palabras.
El grupo indie vasco Le Mans tenía un tema en su
primer disco que se llamaba Jersey inglés.
En aquella canción, Teresa Iturrioz cantaba: "No sé si soy feliz porque
hace frío/ o por saber lo que voy a oír./ Bailar en la cocina de mi casa/ puede
ser una razón.". La canción suena demasiado sencilla, simple, y sin
embargo detrás de la cotidianeidad que describe, parece encerrar algo además de
esa felicidad transitoria que describe. Algo muy parecido sucede con el primer
libro de poemas de Guido M. Delía titulado Cumbia
y religión, publicado en 2017 por la editorial Caleta Olivia, En sus
composiciones, comparables al estilo del estadounidense Raymond Carver, Delía
nos muestra un mundo de una cotidianeidad irremediable, de un paso del tiempo
apenas atenuado por instantes de reflexión. Su estilo se basa en una sucesión
de imágenes, pero también en un deslizamiento a través de las palabras y el
espacio-tiempo que éstas habitan.
Ya desde ¿Cuánta gente tiene miedo?-poema que inaugura el libro- Delía nos adentra en un mundo donde lo que prima es una sensación de espera. De esperar lo que no se tiene, lo que se anhela, pero también lo que no se puede decir. Mientras tanto, el tiempo corre inexorablemente, pero tampoco hay indicios, en esa espera, de que algo efectivamente pueda cambiar: "Siempre en un círculo al que no puedo romper./ Siempre jugando a la vida que no mata./ Siempre con el llanto de la distancia/ que calma un tiempo ausente. Siempre con miedo." En Nada tiene sentido, la sensación de espera y de circularidad inquebrantable se intensifica, y el yo de la enunciación se ubica en un lugar de espectador en el que nada le pertenece y todo se le escapa de las manos: "Todo tiene que servir. Nada está preparado para que no tenga relación./ Todo está bien o mal pero nada incorporado a algo./ ¿Es eso vivir entonces? ¿Que nada sea parte de algo? ¿O que nada sea mío?".
El
aburrimiento, el tedio y la monotonía se hacen presentes en Tele todo el día, un poema que da cuenta
de la vaciedad y sirve como un lamento del tiempo perdido, verdadera causa de
una soledad que se retroalimenta: "Miraba tele todos los días./ Esa fue mi
rutina varios años./ Con la cabeza para abajo, y las piernas/ tocando casi el
techo./ Veía la imagen/ dado vuelta. Porque ya aburrido/ No podía aguantar la
soledad." En Ya sé, se deja
entrever que este período de espera también otorga sus lecciones: "Ya sé
esperar lo que no llega./ Ya sé que los hombres de vello son mansos./ Ya sé que
el filo no es tan filoso./ Y la mano extendida no es tan preciosa." Pero
la honda melancolía vuelve a reflotar en La
tranquilidad de casa ("La tranquilidad de casa/ habita su sitio de
privilegio/ como un hogar que suspira recuerdos/ en la nube colorida del
dolor").
En La muerte, las conversaciones con un
amigo pueden ser el disparador para reflexionar acerca de lo efímero de la vida:
"De a poco voy sintiendo que la muerte será/ es (o no) un silencio
deformado en situaciones/ que alguna vez viviré." Este silencio parece ser
el principal obstáculo de un sujeto inmerso en la monotonía, consciente de lo
huidizo que es el presente. Una manera de lidiar con este presente, tal vez sea
asumir esos silencios, del mismo modo que se asumen los errores, tal parece ser
la única manera de aprender en Cometo
errores: "Es sabido que cometo errores, como todos./ Y que guardo
silencio, mientras almuerzo./ Yo callo por eso. Me queda perfecto".
A
través de toda la obra, se suceden las diversas formas en que el sujeto trata
de atenuar el peso de la existencia: salir a tomar cerveza con amigos, escuchar
cumbia, ver televisión, comer en un restaurante o ir a la cancha. Todas son
formas de distraerse del vacío, y sin embargo después de todas esas
experiencias lo único que queda son las imágenes y algo oculto, inexpresable,
que sólo asoma en instantes epifánicos, pero que no se muestra del todo. Lo que
parece decir Delía en sus páginas es que tal vez la vida sea eso: buscar
constantemente algo que sólo se nos puede revelar parcialmente, y una forma de
búsqueda ha de ser la poesía: "Quiero ser poeta sin dinero. Para que me
digan/ cosas de alguien desconocido. Y hablarles/ a ellos para calmar mi alma
rejuvenecida/ por la lírica de la constelación del día/ que hace los sueños
verdaderos" afirma en el poema que cierra el libro.
La
poesía se muestra como destino y como manera de hacer frente a una realidad inaprensible,
como un modo de no sucumbir ante lo irremediable. En este sentido, el título
del libro plantea una interesante dualidad: por un lado, la cumbia, que parece
un ritmo siempre igual pero que aparece de formas distintas; por otro, la religión,
pero no en el sentido de ninguna institución, sino más bien de algo espiritual.
En medio del ritmo ajetreado que plantea la vida, es preciso escuchar sus
silencios para saber apreciarla y, al mismo tiempo, es preciso aquietar el
espíritu para después transformarlo. Sin silencio no hay música, y sin quietud
no hay movimiento. Tales son los principales temas que plantea este buen -y
recomendable- debut literario.
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