El pasado 2 de diciembre se cumplieron cincuenta años del estreno de El bandido de la luz roja (en portugués, O bandido da luz vermelha), primer largometraje dirigido por Rogério Sganzerla (1946-2004), quien contaba con apenas veintidós años de edad. En la obra se conjugan estéticamente las influencias de la nouvelle vague francesa y el cine de Orson Welles. El siguiente es un ensayo acerca de las cuestiones que rodean al film, el cual trata la historia de Jorge, un delincuente que conmociona a la sociedad brasileña por la cantidad de robos y homicidios que ha cometido.
¿Qué
importa después
de todo, que el orden sea un poco brutal
o un poco ciego, si nos permite vivir fácilmente? Al final,
también nosotros nos encontramos libres de un prejuicio que
nos costaba caro, demasiado caro, que nos costaba demasiados
escrúpulos, demasiadas rebeliones, demasiados combates y
demasiada soledad.
o un poco ciego, si nos permite vivir fácilmente? Al final,
también nosotros nos encontramos libres de un prejuicio que
nos costaba caro, demasiado caro, que nos costaba demasiados
escrúpulos, demasiadas rebeliones, demasiados combates y
demasiada soledad.
ROLAND BARTHES - Mitologías
Es
increíble el carácter doble que tienen las cosas en nuestra sociedad. Existen
muchos reflejos de esto en el cine y en la literatura, pero yo prefiero
remitirme a un solo ejemplo concreto: el film El bandido de la luz roja (1968), dirigido por Rogério Sganzerla,
piedra fundamental del Cinema Marginal,
respuesta a ese otro movimiento cinematográfico conocido como Cinema Novo (vale decir que el primero
tomaba cosas del segundo), dentro de las fronteras del Brasil, ambas corrientes
surgidas a finales de los sesenta.
La
película de Sganzerla tiene como protagonista a Jorge, un hombre que se dedica a
realizar robos en casas de la burguesía brasileña. Al desconocerse su verdadera
identidad, públicamente se le conoce como “El bandido de la luz roja”, porque
lleva consigo una linterna que emite una luz de ese color (asociado a las
fuerzas demoníacas) cuando realiza sus atracos. Su método de ataque resulta muy
particular: mantiene largos diálogos con sus víctimas, las posee, protagoniza
fugas espectaculares y luego gasta el dinero mal habido de manera extravagante.
El
bandido debe mantener su identidad en secreto, y por eso tiene una vida al
margen de su marginalidad (valga la redundancia) en la que finge ser un
vendedor común y corriente, y también mantiene relaciones con varias mujeres,
sobre todo con una prostituta llamada Janet Jane. Uno puede ver desde el
principio que el bandido no es más que un hombre solitario, completamente
desintegrado de una sociedad que no comprende. La única manera de sortear
momentáneamente la crisis existencial en que está sumido es a través de sus
actos delictivos, que parecen ser lo único que le insufla algo de vida.
Esta
absoluta soledad se ve aumentada en el contexto de una ciudad que es una gran
metrópolis, la Boca do Lixo (en
portugués, “lixo” significa basura) del estado de São Paulo, una
especie de “zona roja” donde confluyen todos los despojos sociales, un
auténtico vertedero en el que se amontonan los elementos irracionales y nocivos
del sistema. El bandido es uno más de ellos.
Otra
particularidad del film es la manera en que está narrado: por momentos aparece
la voz del bandido, pero mayormente aparecen las voces de dos locutores de
radio sensacionalistas que llevan a cabo la tarea de taladrarle la cabeza al
espectador. Además de los sucesivos hechos delictivos que lleva a cabo el
bandido, se suceden constantemente imágenes de una ciudad sucia, atestada de
seres miserables, donde pasan las luces de las marquesinas anunciando noticias
diversas sobre la economía, la política o completamente inútiles del tipo “Se
ha muerto una mujer de setenta años en Los Ángeles”, lo cual contribuye a
inflamar los sentidos del espectador y funciona como muestra de las
distracciones que crea permanentemente el capitalismo.
La
mayor virtud de Sganzerla es que no juzga al protagonista, sino que deja al
espectador esa tarea. Antes bien, nos muestra cuál es la contraparte que debe
enfrentar. Si el bandido representa el caos y el desorden, los representantes
del orden no parecen ser mucho mejores: ellos son el empresario y político
corrupto llamado J. B. Da Silva (sus iniciales se deben a su prodigiosa ingesta
de whisky) y el completamente ineficiente Inspector Cabezón. El orden, en estos
términos, se encarga de juzgar, pero no de juzgarse a sí mismo, algo que sí nos
muestra en el bandido y sus monólogos, que se juzga a sí mismo de manera
brutal, llegando a cometer varios intentos de suicidio.
Tanto
el bandido como sus adversarios poseen un carácter dual, contradictorio; instan
al espectador a pensar si acaso los buenos son tan buenos y los malos no sean tan
malos. La mirada que nos acerca Sganzerla parece decirnos que los segundos
provienen de los fallos y faltas de los primeros. El bandido, entonces, aparece
como un fallo, un error de cálculo, una máquina defectuosa dentro del complejo
entramado de la sociedad capitalista. En esto radica la extrema sensación de
soledad y alienación que puebla el film.
Hay
una escena particularmente siniestra que merece ser mencionada: en un momento
de distensión, aparece el mencionado J.B en un escenario donde una banda toca
el famoso bolero Sabor a mí y les
coloca dinero en sus sacos a modo de propina. La letra de ese bolero parece
idónea porque entre otras cosas dice: “no pretendo ser tu dueño/ no soy nada,
ya no tengo vanidad/ de mi vida doy lo bueno/ soy tan pobre, ¿qué otra cosa
puedo dar?”. El momento resulta oscuro no sólo por la escenificación o por la
música, sino por la propina que el empresario da a los músicos. Pareciera
colarse una imagen del arte como un medio cooptado por el capital, como si
acaso ya no quedase más esperanza de rebelión consciente ni siquiera en el
arte.
Otro
tema que adquiere vital importancia en la película de Sganzerla es la oposición
entre éxito y fracaso. El éxito vendría a estar personificado por el corrupto
J.B, mientras que el fracaso es personificado por Jorge, el bandido. Ambos son,
en este estado de las cosas, las dos caras de la misma moneda. A su manera, los
dos son ególatras y buscan la trascendencia. El primero a través del poder y la
popularidad que ha sabido granjearse, el segundo a través de sus actos
delictivos que conmocionan a la opinión pública. Pero existe una diferencia que
es fundamental entre ambos, y es que J.B tiene plena consciencia de los medios
que utiliza, en este sentido deja una frase que define por completo su
pensamiento: “un país sin miseria, es un país sin folklore”. Su base social,
entonces, resultan ser los miserables de la sociedad, y la desigualdad que
genera conflictos es, en su discurso, el verdadero motor de la cultura. Como si
el hambre y la miseria vinieran a sacudir a la sociedad del tedio de una vida
demasiado fácil. Ese éxito de los poderosos como J.B tiene como cimiento la
desgracia de muchos.
La
miseria económica y espiritual del pueblo, que tiene su máxima representación
en el vertedero social que es Boca do Lixo, es lo que atraviesa al bandido. Al
principio del film, mientras se muestran imágenes de niños jugando con armas en
una favela, él comienza su monólogo diciendo "Quién soy yo", y abre
el problema de la identidad y trascendencia personal que asola la obra, para
luego concluir: “yo sé que fracasé”. Lo que se podría ver meramente como un
fracaso individual, es un reflejo de lo colectivo que destruye al individuo y
lo atomiza, lo deja librado a su suerte en esa especie de “destrucción creativa”
que es el capitalismo, porque si hay una sensación de la cual da cuenta el
filme de Sganzerla es la del desamparo total frente a una maquinaria que se
renueva constantemente aun cuando parece generar las bases de su propia
destrucción cuando el único que se destruye es el individuo en su desventura.
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